Hoy puede darse por cerrado el ciclo de la emigración colombiana a España. Pero conviene dirigir la mirada hacia atrás, al menos por un momento: no sólo para dejar de hablar de la crisis, siquiera sea durante unos minutos; sino también para ahondar en el conocimiento de las condiciones durísimas que acompañaron el ingreso en nuestro país de muchos ciudadanos de Colombia: en particular las de aquellos que, condicionados por circunstancias casi determinantes, optaron por entrar en España sin documentación en regla.
La historia que sigue, protagonizada por Aurora, fue compartida por muchas otras personas del Eje Cafetero de Colombia que creyeron las mentiras de una red de estafadores que se lucraron a su costa prometiéndoles que, a su llegada a las Islas Canarias, dispondrían enseguida de alojamiento y oferta de trabajo. Ha trascurrido más de una década desde entonces: muchos de los engañados alcanzaron su objetivo, después de muchas penalidades. Otros, menos afortunados, retornaron a su tierra sin poder hacer frente siquiera a las deudas contraídas para cubrir los gastos que comportó su malogrado intento. Y los responsables del fraude, como veremos enseguida, recibieron un duro correctivo.
A principios del año 2000, Aurora acude a una reunión convocada en un domicilio de la ciudad de Pereira por don Edmundo, y allí se encuentra con muchas otras personas que no dudan en dar crédito a las promesas que aseguraban el éxito inmediato de una aventura migratoria a Canarias (España), sin mayores contratiempos. Años después, cuando llegó el desengaño, don Edmundo murió tiroteado, con toda certeza por algún incauto resentido que, a su regreso a Pereira, no encontró mejor modo de saldar cuentas.
Aurora hipoteca el domicilio familiar, deja a la pequeña Selene, de siete años, al cuidado de su mamá, y en marzo toma un avión hacia Canarias, con visado de turista y con unos pocos cientos de dólares que le prestó una tía suya.
La llegada a Gran Canaria viene acompañada de sobresaltos: el incómodo interrogatorio de la policía; la sospecha de que desapareció un puñado de dólares en el registro de la aduana; la ausencia de Cecilia, la persona que, según el plan de don Edmundo, debía haber acudido a recogerla al aeropuerto.
Una llamada telefónica al teléfono móvil de Cecilia da paso al primer contratiempo: Aurora debe ingeniárselas para llegar por su cuenta al Parque de Santa Catalina, donde por fin encuentra a Cecilia que, sin muchas explicaciones, la conduce a un modesto apartamento en El Cardón, donde habría de compartir cuarto con unas cuantas personas. Cecilia reclama su dinero y, después de un regateo en que Aurora lleva las de perder, se queda con los doscientos dólares que le quedaban después del control de aduana en el aeropuerto. Mientras desvalija a Aurora, Cecilia no deja de refunfuñar: Edmundo me manda gente que no paga lo que debe y yo tengo que hacer milagros para acomodarlos. Incluso, en los meses que siguen, finge conversaciones con don Edmundo a través del móvil en que expresa su enojo por tanto sacrificio para el que era requerida… Nada dirá nunca de la oferta de trabajo ni del futuro inmediato que espera a Aurora: sólo vagas promesas que suenan a mentira.
Apenas transcurrido un rato en el que habría de ser su domicilio durante una temporada, Cecilia comunica a Aurora que debían salir a recoger, en las inmediaciones de la Playa de las Canteras, a casi una decena de recién llegados, también remitidos por don Edmundo. Con esas personas se establecería una estrecha e incómoda convivencia en el apartamento de El Cardón, cuyas reducidas dimensiones obligaban a algunos a dormir sobre el suelo.
Uno de los huéspedes, cuñado de don Edmundo, es un señor de unos sesenta años que no cesa de lamentarse, con lágrimas en los ojos, por la imposibilidad de encontrar trabajo en la construcción. Con el tiempo –y con mucha dificultad para costear el viaje- regresará a Pereira, con una inmensa carga de frustración a sus espaldas.
Aurora, que ayuda a Cecilia en las tareas de la casa, en espera de que le llegue el trabajo que se le había prometido, es testigo privilegiado de las penosas condiciones de vida de los habitantes del inmueble, sometidos a una dieta miserable de comida. Como Aurora conoce el lugar donde Cecilia esconde las llaves del armario donde guarda los alimentos, aprovecha sus ausencias para sisar pequeñas cantidades.
La vida de Aurora apenas cambia con el traslado a un nuevo domicilio, en la calle Salvia, también en El Cardón. Sigue dedicada a las mismas ocupaciones, presa de una creciente angustia, ya que casi todos sus compañeros han encontrado trabajo. Pero un día es sorprendida cerca de la casa en una redada de la policía, en la que también son detenidos once inquilinos del piso que no pudieron exhibir documentación que justifique su estancia en España. Ya en el furgón policial se suceden escenas de desesperación, de llanto y de rabia.
En las dependencias de la Supercomisaría se desarrollarán los interrogatorios que proseguirán hasta las dos de la madrugada del siguiente día. Aurora recobra la tranquilidad cuando le aseguran, como al resto de los detenidos, que no será repatriada: sólo le piden colaboración para recoger pruebas que inculpen a Cecilia, que es el objetivo de esa operación policial. Tres días después, gracias a los testimonios recogidos, Cecilia ingresa en la cárcel, donde permanecerá un tiempo. A su salida se encontrará sin medios económicos e incluso se verá obligada a pedir alojamiento a Aurora que, ante la oposición tajante de su esposo, se lo denegará.
A los cuatro meses de su aterrizaje en Gran Canaria, Aurora encuentra por fin un trabajo, gracias a la información que le facilita una conocida. Contratada como interna, sólo abandonará ese domicilio dos años después: va a contraer matrimonio y quiere contar con un hogar propio. No tardará en nacer Adriana, que pronto disfrutará de los cuidados y de la compañía de su hermana mayor, Selene, que viene desde Pereira a reunirse con su mamá. Asentada una vida familiar estable y feliz, y asegurado un satisfactorio nivel de empleo, a pesar de los estragos de la crisis económica, Aurora puede hoy dirigir la mirada hacia atrás con la serenidad y la íntima alegría de quien ha sorteado con éxito un auténtico campo de minas.
Se trata, pues, de una historia de final feliz. Los buenos –casi todos- ganan, y los malos salen malparados. Se cumple así el dicho popular: Dios escribe derecho con renglones torcidos.